lunes, 8 de junio de 2015

Un amor fatal: El Cristiano y la Mora Una leyenda de la Vieja España

En los tiempos en que los árabe todavía gobernaban en partes de Espanña, allá por el año 1445, vivía en Sevilla un modesto comerciante de telas, llamado Aben-Jesuf, ya entrado en años y viudo. Vivía con su hermosa hija llamada Zoraya.



El negocio de Aben-Jasuf le daba para atender a sus necesidades y vivía contento, porque había podido dar una vida cómoda a su hija, que había crecido lozana y hermosa como pocas en Sevilla. A pesar de estar contento con su suerte, Aben-Jasuf era un hombre adusto, de pocas palabras y de pocas sonrisas. Contrario al carácter de su hija que siempre fue una niña alegre, vivaracha y amorosa y atenta con su padre.. Pocas veces acompañaba Zoraya a su padre en los negocios, pues casi no salía de su casa, pero siempre que aparecía en la calle, tanto árabes como cristianos admiraban su belleza, de hermosas y atractivas formas aunque aún no llegaba a los 18 años; pero sobre todo les atraían aquellos fascinantes ojos negros de mirada profunda y misteriosa, llenos de promesas de amor y pasión. Sobra decir que su padre la cuidaba con el celo con que se protege una joya valiosa.
Zoraya no sabía de las cosas del mundo, más que lo que su padre le contaba, y no conocía más tierra que de la calle de su casa a la tienda y bel cielo que veía desde el patio de su casa. Para los árabes había dos cosas sagradas: el Corán y las mujeres. Y el padre de Zoraya, aunque confiaba en la bondad natural de la joven y sabía que era una muchacha virtuosa, no descuidaba su casa. Por eso cuando empezó a notar cierta tristeza en su hija, falta de apetito y unas ojeras que afeaban sus lindos ojos y el color brillante de su rostro, pensó que alguna extraña enfermedad la acosaba. Lejos estaba de pensar Aben-Jasuf que aquellos síntomas fueran de enamoramiento., tenía que ser un problema de salud y buscó auxilio. Pero las atenciones del médico no la pudieron mejorar. La fiebre le subió altísima y la joven cayó en un letargo del que nunca despertó. Alá lo quiso, murmuraba el desventurado Aben-Jasuf con frases entrecortadas por el llanto.
Pasaron los días, pero no la pena, hasta que un día encontró fuerzas para entrar al cuarto donde murió su hija, que había estado cerrado desde entonces. Largas horas pasó en esa habitación y al fin se lo vio salir con el rostro demudado. Cerró su tienda y se dirigió al Alcazar. "Necesito ver al Rey _ le dijo al Alcalde_ Vengo a pedir justicia."
Gobernaba en el Alcazar de Sevilla el Rey Ebu-Abed, hombre poderoso, noble y justo. Cuando Aben fue recibido, con mucho respeto y gran dolor expuso ante el rey que en un cofre de su hija había encontrado varias cartas, de donde concluía que su hija había preferido morir a fin de evitar a su padre la vergüenza de verla deshonrada. Una de las cartas decía:Por Alá te pido no hables de morir. Dices que es muy tarde y que tu resolución está tomada, pero debes de saber que si alguna afrenta a causado mi amor, yo estaría dispuesto a lavarla con mi sangre, pero tú no debes morir, Zoraya mía". Muy clara estaba firmada por Abu-Zaid.


_ Señor _ decía Aben _  A tus plantas me he arrojado escondiendo el rostro que enrojece el deshonor. Haced que me levante con la promesa y seguridad de que la sangre del malvado borrará la deshonra, ya que no puede borrar la amargura de mi alma.
El sultán le aseguró que se haría justicia, y después de algunos días, por fin se pudo encontrar al hombre que se llamaba Abul-Zaid. Era un joven de arrogante figura, que cuando supo de que se lo acusaba aseguró que nunca en su vida había visto a la hija del comerciante, mucho menos haber tenido trato con ella, y que apenas había llegado a la ciudad donde antes nunca había estado. Pero sus alegatos fueron inútiles. La orden del Rey fue que lo decapitaran en público, una vez que se hubiera pregonado su delito, para que sirviera de escarmiento a todos en Sevilla, tanto a árabe como a cristianos.
Cuando llegó el día en que se cumpliría la sentencia, la plaza estaba colmada de personas poseídas por el espanto. Si el Rey lo ordenaba, esa era la voluntad de Alá.
Trajeron al reo que gritaba su inocencia. El sol destellaba en la cimitarra del verdugo, pero cuando el oficial iba a dar la orden...se oyó el tropel de un caballo que se acecaba atropellando a los que le estorbaban. Era un español gritando en árabe:"¡Alto, por el amor de Dios,alto!"
Nadie entendía lo que sucedía. El perdón no podía ser, la justicia era inflexible y en todo caso no sería un cristiano el mensajero del sultán. De entre la multitud se acercó Aben-Jasuf e interrogó al caballero.
_¿Qué traes cristiano, por qué en nombre de Alá pides la vida de este infame que olvidó nuestras leyes y ultrajó mis canas?
_Aben-Jasuf_contestó el español_ este hombre es inocente. Lejos de Sevilla me encontraba  cuando me enteré que iba a ser ejecutado un hombre inocente. Que lo sepan todos, que lo sepa tu Rey y tu justicia. Yo fui el que sedujo a Zoraya, yo el que escribió esas cartas creyendo inventar un nombre puse el de este infeliz al que ha condenado la ley de la tierra, que a veces se equivoca; pero a mí me ha condenado mi conciencia y esa nunca se equivoca.
Los dos fueron llevados ante el Rey que admiró el valor del cristiano. Dejó en libertad a Abu-Zaid, y al cristiano lo mandó a la cárcel. A los tres días cuando fueron a buscarlo, se encontraron con que había escapado.
El viejo Aben-Jasuf ya no pensaba tanto en la venganza, todos esos acontecimientos y la tristeza lo estaban acabando. Cerraba temprano la tienda y se recogía en su casa. A los pocos días de la desaparición del cristiano, una noche en que el comerciante metía la llave en la cerradura de la puerta de su casa, sintió que algo rozaba su turbante con insistencia, volteó a todos lados y no vio ni escuchó nada, de manera que no le dio importancia. Entró y cerró la puerta. Pero al día siguiente, los madrugadores vieron sobre la puerta de Aben-Jasuf, pendiente de una cuerda, atada a las rejas del balcón del cuarto de Zoraya, el cuerpo del cristiano prófugo, con un escrito asido en su mano: "Justicia que hace a sí mismo un noble hijo de Castilla. Zoraya no debió morir por mi culpa, yo debí haber muerto por ella".
La leyenda cuenta que el Rey, impresionado por el valor del castellano, mandó que su cuerpo fuera enterrado con todos los honores.